ctxt.- La realidad de los controles migratorios es más compleja que la que suelen presentar los medios de comunicación, y no responde únicamente a las supuestas exigencias de seguridad de Occidente, sino a distintos intereses económicos y tecnológicos.
El germen de este libro surgió a partir de una constatación y de un interrogante. Los últimos veinte años del pasado siglo y los que van del presente han sido testigos de la progresiva conversión de la inmigración en un tema polémico que rara vez abandona la primera línea de actualidad. Es cierto que, desde la década de 1960, el número de migraciones se ha triplicado a lo largo y ancho del planeta. Pero esta evolución cuantitativa podría considerarse como fruto del orden establecido: después de todo, la mayoría de las recientes oleadas de desplazamientos de poblaciones han sido y continúan siendo previsibles para todo aquel que sepa observar la marcha del mundo. Cuando la coalición internacional tomó la decisión de derrocar al régimen de Muamar el Gadafi en marzo de 2011, ¿acaso no podía imaginar que una de las primeras consecuencias de su intervención militar sería la de provocar el éxodo de un gran número de extranjeros que se encontraban en Libia en ese momento? Este número ha sido estimado en un millón y medio. Por el contrario, todo ha tenido lugar como si se tratase de fenómenos sino inexplicables, al menos imposibles de prever. Y por si fuera poco, existe por parte de aquellos que se encuentran a cargo de la “gestión de los flujos migratorios” una sorprendente tendencia a presentarlos como una amenaza, así como a prometer reiteradamente la instauración de enérgicas medidas para controlarlos, sin dar nunca la impresión de conseguirlo.
Cada época posee su propia forma de negar la evidencia y de repetir la misma cantinela. En Francia, a finales de los 70, los “trabajadores inmigrantes”, a los que durante las décadas precedentes se había hecho venir en gran número, fueron acusados de ocupar los empleos de los nativos en una situación de incremento del paro. Pese a ello, se quedaron. Posteriormente, tras haberlos desplazado deliberadamente junto con sus familias hacia guetos en las periferias de los grandes centros urbanos, nos asombramos de que sus hijos –las “segundas generaciones”, y más tarde las terceras– no aceptasen permanecer en los guetos. Paradójicamente, estos jóvenes han visto cómo se les reprocha el no querer “integrarse”, cuando previamente se había hecho todo lo posible para marginarlos.